A lo largo de su enseñanza, Lacan aborda la cuestión del deseo desde diferentes perspectivas, dando lugar a maneras diversas de pensar su inserción en la subjetividad. Algunas han dado lugar a sintagmas de una gran utilidad clínica: el deseo como barrera frente al goce, el deseo en su relación con el fantasma, el desplazamiento metonímico del deseo por la ausencia de un objeto predeterminado, o el afecto depresivo o la culpa como efectos de la renuncia al deseo.

Otra de las perspectivas que Lacan exploró -quizás menos evocada- es la que encontramos en el Seminario 6, en el que lee a Hamlet y lo interroga poniéndolo en tensión con Edipo, paradigma del héroe trágico-.

Encontramos ahí una dimensión en la que, más allá de su lado amable -humanizante- se trata del deseo como “el tormento del hombre”, como una “búsqueda que posee un carácter ciego”, como “un trastorno” o, apelando a sus raíces en el inconsciente, como “un discurso que se desarrolla en lo insensato”. El héroe trágico sería, pues, aquel cuyo destino -funesto, no todo destino lo es- muestra, desnuda, la ley inexorable que lo gobierna: la verdad del sujeto -su deseo- es efecto de un guion inscrito en el fantasma, que fija, además, la relación con el objeto y, en consecuencia, con una modalidad de goce.

En uno de sus textos de presentación del Seminario 6, Miller señala:

El objeto se carga de la significación de la hora de la verdad”, y el sujeto es convocado a un encuentro del que ignora lo esencial. Lacan lo formula así: “El sujeto está en algún lugar del fantasma, tal vez él mismo puede entreverlo, pero no puede decir el sentido de su posición: lo que de su ser sale a la luz, aquello por lo cual él está allí.

Una lectura reciente me descubrió un personaje que, sin tener el alcance de Edipo o de Hamlet, pertenece, a mi juicio, a su mismo linaje.

En base a la figura histórica de Thomas Beckett, el dramaturgo francés Jean Anouilh escribió Beckett o el honor de Dios, una obra extraordinaria en la que los avatares vitales de su protagonista responden a la lógica de un deseo irrenunciable. Deseo al que sirve cuando hacerlo le coloca en una posición de privilegio, pero también cuando descubre que su destino ha cambiado radicalmente de rumbo.

El joven Beckett inicia su formación eclesiástica, protegido muy pronto por el arzobispo de Canterbury quien, pocos años después, aconseja a Enrique II que lo tome a su servicio como consejero. Éste, reconociendo la sabiduría y la inteligencia política de Beckett, le nombra Canciller de Inglaterra (estamos en el siglo XII, muy lejos aún de la formación del Reino Unido), el cargo civil de mayor rango y de mayor influencia en las decisiones reales. Beckett -el Beckett de Anouilh- se pone así al servicio de un Reino que se tambalea frente al poder de los señores feudales y las exigencias de la propia Iglesia.

Hasta ese momento, Beckett -personaje poliédrico- ha vivido inmerso en el estudio, pero ama también los placeres, el lujo, la batalla en campo abierto… Y, a partir de entonces, goza de todo ello por su posición al lado de un Rey al que -siendo éste un ser humano en todo inferior a él: tosco, inculto, inmaduro- Beckett sirve con una lealtad absoluta, empeñado en hacer de él alguien consciente y digno de su lugar en el mundo y en la Historia.

En ese período, Beckett se enfrenta a la Iglesia en cuyo seno se había formado, limitando sus privilegios y sometiendo su jurisdicción a la potestad del Estado.

Pero sucede algo que viene a producir un giro radical. Al fallecer el arzobispo de Canterbury, Enrique II piensa -equivocadamente- que sus problemas con la Iglesia de Inglaterra terminarán si es su fiel Beckett quien la dirige, y consigue que sea designado para ese cargo.

Cuando el Rey le comunica sus planes, Beckett se angustia e intenta disuadirle: sabe que si es nombrado para ese cargo, su ser, su acción, sus objetivos, sus afanes, pasarán a ser otros. Sabe que cruzando esa línea no podrá sino enfrentarse al poder del Rey al que hasta entonces ha servido. Pero reconoce en ese giro del destino una voluntad que, sin él saberlo, lo habitaba, y superado ese momento de vacilación, Beckett avanza decidido: quiere lo que desea, abraza sin dudar lo que la cifra de su destino escondía.

Así, abandona su vida anterior, dona todos sus bienes, se viste con un sencillo hábito de monje y se erige en el más firme defensor de los derechos de la Iglesia de Inglaterra. Beckett se enfrenta al poder del Rey, consciente de todo lo que esa vía le acarreará: pleitos, conspiraciones, amenazas, exilio y un final muy pronto intuido: la muerte, a manos de un grupo de nobles instigados por el Rey.

¿Qué se realiza en ese movimiento? Anouilh nos ha dado una clave al introducir uno de los pocos elementos de ficción que se apartan de la verdad histórica: nos ha presentado a Beckett como perteneciendo al pueblo sajón, entonces sometido a la esclavitud por la élite normanda y excluido del acceso al saber, a los bienes y, por supuesto, al poder. Todo ese mundo al que -en posición de sostener y servir a sus significantes amo- Beckett ha accedido, pero solo durante un tiempo: hasta reencontrarse con su destino, con el objeto excluido, rechazado, caído, que al final encarnará.

Anouilh es autor de una obra extensa y diversa, en la que caben registros muy diversos, pero que incluye recreaciones de Medea, Antígona, Eurídice… Anouilh sabe, pues, de la dimensión trágica del deseo, y su Beckett o el honor de Dios se inscribe en la lógica de ese saber.

 

Bibliografía:

  • Lacan, J, El Seminario, libro 6: El deseo y su interpretación, Buenos Aires, Paidós, 2014, cap. XX, págs. 395-413.
  • Miller, J.-A., “Presentación del Seminario 6”.
  • Anouilh, J., Becket ou l’honneur de Dieu, Paris, Folio, 2009.

 

Josep María Panés, ELP, Barcelona.

 

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