Si desde la adolescencia a algunas mujeres les atraen los chicos “malos” y hay candidatos dispuestos a encarnar ese modelo, querría referirme en esta ocasión a los “buenos”.

El drama que conduce al análisis a muchos hombres está íntimamente ligado con la lucha interna entre el ideal que tratan de alcanzar desde la infancia y el goce que lo contradice. La formación reactiva, que Freud supo encontrar rápidamente al enfrentarse a la neurosis obsesiva, es la seña característica de su relación con el otro sexo y los cambios de época solo se reflejan en la variación de los ideales al uso.

Ya no se lleva mucho elevar a una dama a los cielos intocables, al modo de la Cortesía del siglo XIII. Los caballeros que por la mañana salían al campo de batalla a destrozar cuerpos y por la noche escribían poemas a la dueña de sus pensamientos han pasado a la historia. Los femicidas ni suelen librar batallas ni mucho menos escribir poemas. Tampoco está de moda la etiqueta del dandy.

Sin embargo, en la clínica vemos desplegarse nuevas formas ideales del respeto a la mujer, basadas ahora en la igualdad de los sexos. El temor a ser acusados de “machistas” lleva a muchos hombres a caer en la pasividad frente al sexo opuesto.

“Quisiera ser como Javier Bardem, y termino siendo como los documentales de la 2: muy interesantes, pero nadie los ve”, me dice un joven que no sabe cómo hacer para que ellas lo miren como a un hombre en lugar de convertirse en el mejor amigo.

“No puedo evitar mostrarme como un pusilánime afirma otro paciente pues si pienso en abordarlas sexualmente me asalta la idea de hacerles daño”. Un fantasma obsesivo más viejo que Freud, pero desactualizado cuando se utiliza el Tinder.

Las dificultades de los hombres de hoy para servirse del semblante viril en la conquista se reflejan en la queja repetida de las mujeres. El mensaje que hace unas generaciones se transmitía de madres a hijas como un saber inequívoco sobre el deseo masculino: “No te dejes engañar, todos quieren lo mismo”, ha dejado de estar vigente.

“Antes te invitaban a cenar como antesala de… Ahora te llevan a cenar en lugar de…”, comenta una mujer que busca desesperadamente pareja.

El deseo masculino parece cobrar el estatuto enigmático que antes se reservaba al “continente negro” de lo femenino. “¿Qué quieren los hombres?”, incluso “¿Dónde se meten los hombres?”, es la pregunta que se repite por doquier.

Esos buenos chicos, respetuosos y pasivos, tienen deseos inconfesables que no saben cómo gestionar. El imperativo superyoico del “deber ser” los ha forjado a fuego desde su más tierna infancia y la culpa, anticipándose al pecado, los convierte en prisioneros.

Tratando de asumir la presunta igualdad entre los sexos confunden la paternidad con el cuidado maternal de los hijos, lo que se traduce en una pérdida progresiva de la potencia sexual. La convivencia cobra tintes fraternales y la abstinencia parece imponerse sin remedio. El respeto a la mujer se transforma en sometimiento a su demanda, con el contragolpe agresivo que en ocasiones puede conducir a lo peor.

El corsé del buen chico que desde la infancia ha cifrado su felicidad en completar a la madre, es una condena dramática que se verifica en muchas curas analíticas.

¿Hasta dónde puede un hombre renunciar al goce bajo el dominio del superyó?

Tomemos el tema de la homosexualidad, aparentemente tan liberada por el discurso social del momento, desde la perspectiva de aquellos hombres que no han logrado asumirla. Ningún orgullo proclamado a los cuatro vientos podrá hacerles salir del armario, pues están dispuestos a la renuncia de ese goce inadmisible antes que romper el molde desde el que quieren ser amados por la mirada del Otro.

“¿Hasta dónde la tendencia homosexual tiene que determinar mi estilo de vida?”, se pregunta un hombre poco antes de tomar la decisión de casarse con una mujer y formar una familia “clásica”. Solo hará falta un poco de tiempo para que el retorno del goce evitado le demuestre que se había equivocado de respuesta. El deseo de dominio promovido por el yo quedará quebrantado por el modo de goce, pero aún así, no cederá fácilmente el terreno ganado.

El proceso analítico tiene como horizonte la identificación al síntoma en su formulación “soy como gozo”, lo que supone un consentimiento al ser en detrimento del deber ser. No obstante, la clínica demuestra que no es fácil para un hombre realizar este pasaje, pues la fuerza de los imperativos superyoicos y el sentimiento de culpabilidad suponen un extraordinario impedimento. Ahora se la añade la angustia de lo políticamente incorrecto.

 

Gustavo Dessal, ELP, Madrid.

 

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