Determinadas circunstancias despertaron mi deseo de volver a leer El libro de Job. En mi recuerdo quedaba Job como alguien con una posición insólita ante las terribles desgracias que le acontecían.
Las personas que hacen una demanda a un psicoanalista a menudo llegan como pequeños Jobs padeciendo fatalidades que les causan sufrimiento y angustia que apagan su deseo de vivir. En El libro de Job se van desplegando distintas posiciones ante las calamidades que merecen una lectura que se eleve sobre la consabida interpretación de las bondades de confiar en Dios pertrechados de la fe.
Tras sobrevenir el desastre, la primera sugerencia para afrontar la situación le vendrá a Job de su mujer: “Maldice a Dios y muérete”1. No seguirá Job esta sugerencia que calificará de fatua, pero es la que encontramos en algunos sujetos que optan por culpar al otro de sus desdichas, mientras ven cómo la muerte subjetiva va colonizando su vida al renunciar a tomar las riendas ante aquello de lo que padecen.
Se suceden después intercalados los discursos de Job y de sus amigos Elifaz, Bildad y Sofar. Los amigos son una suerte de coro superyoico que repite, tenaz, que Dios solo castiga a los que no son rectos y que Job debe pensar en qué ha fallado para rectificar, de modo que Dios pare así sus desgracias: “Recuerda, te ruego, ¿quién siendo inocente ha perecido jamás?”2. Ante sus sufrimientos algunos sujetos quedan encerrados en el goce estéril de la autoinculpación, en la búsqueda de la causa de sus males a partir de una revisión exhaustiva de su comportamiento con la expectativa de que, si lo cambian adecuadamente, acabarán así sus desgracias, cosa que, sabemos, no ocurre, ya que así el superyó no hace más que engordar la mortificación.
Job, por su parte, se resiste a este planteamiento. No es que Job piense que es inocente, sino que la angustia que le provoca su infortunio le lleva, en cambio, a virarse hacia Dios con una pregunta: “¿Por qué has hecho de mí tu blanco para que yo sea una carga para mí mismo? ¿Y por qué no quitas mi trasgresión y perdonas mi iniquidad?”3. He aquí una posición que se acerca a la del analizante, Job se dirige a Otro al que le supone un saber y al encontrarse con su silencio decide hablarle sobre sí mismo: “ Entonces hablaré y no le temeré, porque yo no soy así para mí mismo”4. Así puede transformar su sufrimiento en deseo de saber. Eso sí, queda atrapado en la obsesiva búsqueda de un sentido que caracteriza la invasión por el lenguaje que atrapa a los seres hablantes.
Habla ahora otro amigo, Eliú, que da una sorprendente pista: ¿Acaso no están todos intentando entender lo que ocurre con la lógica humana y quizás todo responde a otra lógica? Más sorprendente aún cuando remite esa lógica a lo que nosotros llamaríamos el inconsciente: “Dios es mayor que el hombre (…) Él no da cuenta de ninguna razón. Sin embargo, Él habla una y otra vez, pero el hombre no lo percibe. En sueños, en visión nocturna, (…) entonces revela al oído a los hombres y confirma su instrucción”5. Señala así Eliú ese límite del que dan testimonio los AE cuando se topan con esa imposibilidad de dar cuenta desde la lógica simbólica de aquello que les lleva al padecimiento desbocado de su goce.
Entonces sí, aparecerá Dios para enfrentar a Job con este límite: él no puede alcanzar la perspectiva “divina”, la que permitiría ver el mundo por fuera del mundo mismo. Lo cierto es que lo que ha ocurrido a Job tiene su lógica desvelada a los lectores desde el principio, indefinidamente ignorada por Job y sus amigos: Satanás ha querido poner a prueba la buena disposición de Job en la vida, ante su sospecha de que nuestro protagonista solo es bueno porque le va bien, a lo cual Dios accede con cierta dejadez, como si su naturaleza fuera simplemente permitir que las cosas sucedan.
La respuesta de Job es de aceptación ante este agujero en el saber que le presenta Dios como imposible de superar: “Yo hablaba lo que no entendía, cosas demasiado maravillosas para mí, de las que no puedo saber”6.
El texto termina con un futuro abierto para Job, en el que cesan las desgracias de forma tan caprichosa como se habían iniciado y Job puede volver a transitar la vida hasta el final de sus días. Podemos preguntarnos, ¿es el final de sus desgracias lo que permite a Job este cambio? Queremos sostener que no, que lo que le permite a Job volver a poner en circulación su deseo en el mundo es el atravesamiento que ha realizado de las distintas trampas que producen un plus de padecimiento ante las desventuras que a cada cual le toque vivir hasta llegar al acatamiento final de lo que podríamos denominar respeto a lo Real, respeto ante las restricciones que implica la existencia humana de ser hablante.
Notas:
- Job 2:9.
- Job 4:7.
- Job 7:20-21.
- Job 9:35.
- Job 33:12-16.
- Job 42:3.
Esperanza Molleda ELP, Madrid.