Lo que caracteriza una civilización y la diferencia de otras es precisamente la manera en que se gestionan tanto los ideales como la pulsión sexual. La vida sexual de cada quien está “atornillada”, como decía Lacan, a las formas prescritas de la moral sexual de la época.

En 19081, Freud examina la sexualidad victoriana llegando a la convicción de que el incremento de las enfermedades psíquicas estaba causado por el aumento de las restricciones sexuales. La civilización actual demuestra que la ausencia de prohibiciones no disminuye ni la insatisfacción sexual, ni la nerviosidad del sujeto hipermoderno.

La hiperconexión hace que la información corra por las redes de manera prácticamente simultánea al acontecimiento y a la vez es tan masiva que así como nace, muere, para ser sustituida por un alud incesante de nuevas noticias. Más que nunca estamos embarcados en una nave sin capitán y por eso navegamos por las redes moviéndonos de un lado para otro en una deriva que puede tornarse infinita. La estructura de los lazos sociales ya no responde a la lógica tradicional que regulaba el funcionamiento de una sociedad al modo de un conjunto cerrado en torno a una figura central que lo ordena (modelo patriarcal). El funcionamiento en redes establece, por el contrario, la lógica de un conjunto abierto al infinito, de extensión rizomática, donde se producen entrecruzamientos o conexiones, pero sin que nadie las comande. Los debates actuales sobre el uso de las redes sociales oscilan en una franja que va de su defensa a ultranza a su demonización. Están los apocalípticos que auguran un mundo de seres hiperconectados pero solitarios, incluso vaticinan una extensión generalizada del autismo, así como la liquefacción de los lazos amorosos y sociales, el triunfo de los rasgos perversos, la desaparición de la privacidad, la adicción a las pantallas, el neo narcisismo que promueve el individualismo más radical. Pero también están aquellos que defienden las ventajas de un mundo amplificado.

¿Hasta que punto los psicoanalistas estamos a la altura de interpretar la época sin incurrir en el pecado más común del ser humano: los prejuicios? Es a partir de la escucha del sufrimiento subjetivo en nuestras consultas que podemos dilucidar cual es el color, la textura, la trama con la que se teje la actualidad. Dicho en nuestros términos, qué tipo de goce predomina y de que modo los sujetos actuales viven el deseo y la pulsión. Las fallas estructurales de toda civilización se traducen en síntomas clínicos y también en síntomas sociales. La critica de los psicoanalistas sobre la consecuencias del uso de las tecnologías está bastante extendida, algunos hacen pronósticos muy oscuros que vaticinan el surgimiento de una nueva humanidad entregada al puro goce sin la contaminación del amor, ni del deseo. Considero que deberíamos conservar esa actitud de serenidad recomendada por Heiddeger2 quien propone aceptar el uso de los objetos y, a su vez, poder rehusarnos a que estos nos dobleguen

En la civilización hipermoderna del siglo XXI pareciera que todo el mundo está advertido de que la relación sexual es imposible. Si antes había una idealización de la pareja y de la vida conyugal ahora reina el excepticismo. El acto sexual se convierte en algo aparentemente ligero, fluido, sin consecuencias. Nada más falso. Los psicoanalistas verificamos en nuestras consultas que la sexualidad no es menos traumática que antes y que las consecuencias sintomáticas, la angustia, y el sentimiento de soledad se desprenden irremediablemente de esta pretendida liberación de los sexual. Al mismo tiempo sigue habiendo matrimonios, pero se constituyen incluyendo su fecha de caducidad. Los lazos de unión pierden su solidez tornándose líquidos y fluidos, el amor para siempre y en exclusividad no es ya la norma, se pone de moda el poliamor que rompe con el marco dual de la pareja.

Los intercambios eróticos por internet se han impuesto sobre otras modalidades de encuentro, cambiando absolutamente el panorama de antaño. El mundo virtual no tiene fronteras y no conoce la distancia geográfica. Estamos de lleno en la época de la hiperconexión donde se producen encuentros y también desencuentros.

La cuestión que los pensadores actuales se plantean es si esta nueva realidad produce cambios fundamentales en la lógica de la vida erótica y de ser así en qué consisten dichos cambios. ¿Acaso es más fácil encontrar pareja por estos medios o, por el contrario, el fantasma de la soledad cobra mayor consistencia que nunca? ¿La hiperconexión ayuda a solventar las dificultades del encuentro o sirve más bien para evitarlo?

El caso por caso nos enseña que la hiperconexión puede facilitar el encuentro, como también puede llegar a transformarse en un instrumento de goce, o en una nueva clase de compulsión o adicción. El prefijo híper muestra que hay un plus de goce en juego, aquel que insiste en el intento de suturar la no relación sexual. Si en la época victoriana la prohibición del goce era una manera de hacia existir la relación sexual, en la actualidad lo que se intenta es engañar a la pulsión ofreciéndole todo tipo de objetos de posible satisfacción, lo que nos lleva a creer que no hay limites para el goce.

El empuje “maníaco” de la hiperconexión se apasiona por la repetición y es adictivo. Como cualquier droga rechaza la castración o dicho de otro modo el estatuto ético de todo acontecimiento, es decir su dimensión traumática. Tenemos una necesidad ininterrumpidas de experimentar sensaciones “ligeras” que no tienen el estatuto de un verdadero acontecimiento que comprometa al sujeto.

Si esto lo aplicamos a la vida amorosa vemos como algunos juegan la partida pasando de un objeto a otro sin apenas intervalo. Para un hombre una mujer puede sustituir a otra y esta a otra y así sucesivamente de manera que la satisfacción se produce en el propio movimiento sin que el enamoramiento comparezca. Entendiendo el enamoramiento como esa contingencia que hace que una persona se convierta en única e insustituible. A este modo de satisfacción juegan tanto unos como otras pero hay un factor diferencial en el asunto. La vida erótica masculina es más proclive a separar amor y goce, como ya verificó Freud en su momento. Ellos pueden amar a una mujer a la que no desean demasiado y gozar sexualmente con muchas otras. Por otra parte, en lo referente al goce sexual propiamente dicho en el varón hay un componente fetichista fundamental para que el deseo se ponga en marcha y una propensión al goce masturbatorio que pueden obtener con su órgano sin necesidad de enfrentarse a la estresante demanda de satisfacer a una mujer. El problema es que la erótica femenina requiere de otros componentes, algunas están dispuestas a adaptarse a los fantasmas perversos de los varones (a veces corriendo riesgos) porque esperan encontrar otra cosa, algo que tiene cierto parentesco con el amor o con las formas amorosas. “Es muy cariñoso o tierno”, suelen argumentar y sobre todo “me trata bien”. Una expresión que es la otra cara de la moneda del maltrato y, por tanto, forma parte de la misma lógica.

Ellas desean las palabras tanto para sentirse amadas como deseadas y deseantes, por eso su necesidad de mensajes online, así como los encuentros reales y no solo virtuales. Ellos pueden cumplir por un tiempo algunos de estos requisitos pero si se cansan pasan a otra cosa y dejan de responder. El drama está servido, como siempre.

 

Notas:

  1. Freud, S., “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, Obras Completas, vol. IX, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1984.
  2. Heidegger, M., “Serenidad”.

 

Rosa López, ELP, Madrid.

 

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