Por razones de estructura, a saber, su captura en el ideal, pero también, en el goce de la pareja parental1, los niños son especialmente sensibles ante los efectos estragantes del discurso capitalista. Lacan decía que era posible salir de él, valiéndose del discurso analítico2, ese lazo social peculiar inventado por Freud, en el que un sujeto se ofrece ora como causa, ora como desecho, para que otro despliegue, ensamble o reacomode la singularísima invención que lo sostiene en la vida.

Ahora bien, de qué salida se trata, o cómo se produce, es algo que, lógicamente, sólo podemos verificar en cada caso, recogiendo lo que enseña la experiencia.

Los padres de un nene de 6 años consultan porque su hijo se ha quedado con el dinero de un compañero de escuela, y son frecuentes los berrinches ante la menor frustración, en particular si no le compran alguna cosa que exige, aunque luego pierde interés rápidamente. Durante las primeras entrevistas, el niño pasa de un juguete a otro sin jugar, su cuerpo da muestras del exceso en un movimiento incesante. Cuando habla lo hace para mostrar sus zapatillas traídas de Miami, o la marca de su ropa, dice que será millonario como el Presidente. La madre ubica que estas conductas se intensificaron durante la campaña electoral en la que trabajó el padre, promoviendo un candidato que, se decía, por ser rico no robaría.

De modo que con su síntoma, el niño se las ingenia para barrar el ideal parental, a la vez que pone a la vista un goce, el de la acumulación indiscriminada.

La relación de consumo voraz con los objetos es la faz visible de la Verwerfung de la castración3, efecto nuclear del discurso capitalista. En consecuencia, la dirección de la cura procuró introducir sustracciones. Primera regla: sólo puede elegir un juguete por sesión. Escoge los palitos chinos y descubro que este nene de primer grado puede sumar mentalmente hasta llegar a las tres cifras. Entonces, otra regla: una clase de palitos, en vez de sumar, resta. Como me niego a jugar de otro modo, termina accediendo y aunque se queja y demanda “que no arresten”, está mucho más tranquilo.

Sin embargo, su consentimiento al trabajo no hubiera sido posible sin una intervención previa. Cuando a la salida de una sesión, el padre dice como al pasar que el niño se quejó de no tener amigos pero enseguida agrega que era un chiste, los detengo, me inclino y le digo con tono grave pero tierno: Lo que te pasa no es chiste, la estás pasando mal, vienes aquí para que hacer algo con eso. El niño baja la mirada al borde del llanto, el padre mira atónito, los despido.

Podríamos decir, parafraseando a Lacan, que “la castración hizo su entrada impetuosa”4 bajo la forma de la atribución de angustia, que horadó la dimensión del todo lleno de objetos y reintrodujo la falta, escamoteada por la pareja parental. El niño se lamenta de la pérdida de su lugar, debida a un cambio de escuela del cual no le dieron explicaciones. Es que la anterior, confiesan por fin, ya no podían pagarla.

 

Notas:

  1. Lacan, J., “Nota sobre el niño”, Otros Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 393.
  2. Lacan, J., “Televisión”, Otros Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 546.
  3. Lacan, J.: Hablo a las paredes, Paidós, Buenos Aires, 2012, pág. 106.
  4. Ibíd.

 

Ana Cecilia Gonzalez, Buenos Aires, EOL.

 

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