Excentricidad(es) del deseo

Por Manuel Montalbán Peregrín

La cuestión del deseo no es, desde luego, patrimonio exclusivo de un solo saber. La poesía, la filosofía, las artes, se han interesado en la historia de la humanidad, con una nomenclatura u otra, por las circunstancias vitales que implican al deseo. Sigmund Freud, a partir de la experiencia clínica inédita hasta ese momento que representa el psicoanálisis, descubre que para los pacientes el deseo se presenta, en muchas ocasiones, como algo misterioso, enigmático, que no siempre correlaciona con las aspiraciones, ilusiones e ideales. Podemos afirmar incluso que lo que parece que queremos no siempre coincide con lo que deseamos. Esta falta de coincidencia insiste y, en determinadas circunstancias, puede dividir, desbordar, al sujeto.

A pesar de la polémica recurrente que rodea la historia del psicoanálisis, hemos de reconocer que después de Freud la sociedad occidental no es la misma. Y ello en tal medida que podríamos afirmar que el psicoanálisis estuvo condenado a “morir de éxito” después de la Segunda Guerra Mundial, coincidiendo con su expansión por el mundo anglosajón, tras el éxodo de muchos psicoanalistas centroeuropeos desplazados por el nazismo y la guerra. En ese proceso el psicoanálisis tiene que adaptarse al American Way of Life, y ahí pierde mucho de su filo cortante. Una de estas pérdidas se refiere al concepto freudiano de Wunsch, que designa en alemán un anhelo, una aspiración, y que Freud elige para referirse a un deseo inconsciente con fuerte tendencia a su realización (de todo el proceso implicado) más que a la mera satisfacción (como funciona la necesidad). Tiende además a realizarse estableciendo ciertos signos vinculados con las primeras experiencias de satisfacción, especialmente en los sueños, pero también en los síntomas. Así el deseo está ligado a una serie de huellas mnésicas y encuentra su realización en la reproducción con carácter “alucinatorio” de las percepciones convertidas en signos de esas primeras satisfacciones, que podríamos llamar “míticas”. Pero siempre encontraremos un desajuste, una falta, entre la primera satisfacción mítica y las sucesivas evocaciones ligadas a la satisfacción cotidiana de las necesidades: en esa brecha se instala la dialéctica del deseo.

Freud escucha, lee en el relato del sueño que sus pacientes comparten en la sesión, y concluye que el sueño refleja una realización disfrazada del deseo. Jacques-Alain Miller1 nos recuerda como, en la mayoría de ocasiones, cuando el sueño se aproxima al punto indecible de lo real deseado, “al sentido donde eso falla”2, el sujeto despierta para continuar durmiendo al amparo ahora del fantasma que articula la realidad en la vigilia.

Jacques Lacan, en lo que llama su retorno a Freud, vuelve a colocar el deseo en el primer plano de la teoría analítica, diferenciándolo de conceptos como el de necesidad y demanda, con los que a menudo se confunde. La necesidad se dirige a un objeto específico, con el cual se satisface. La demanda es formulada y se dirige a un Otro, y aunque todavía se refiere a un objeto, esto pierde su carácter esencial por cuanto esta demanda, por estar articulada en el lenguaje, deviene una cuestión de amor, y no de simple satisfacción de instintos o tendencias. La relación indispensable con el Otro primordial transforma entonces la necesidad en demanda, que implicará la satisfacción de necesidades básicas pero también un plus sobre esa satisfacción del bebé, arrullos, caricias, miedo a no saber cómo, hartazgo, tensión, falta de sueño, amor… A partir de aquí, la demanda tendrá siempre una doble cara, satisfacción de necesidades, mediatizada por el artefacto lingüístico, y ese plus de la traducción de la necesidad en palabras, como demanda de amor. Como definirá Lacan, el deseo se esboza justamente en ese margen donde la demanda se desgarra, se libera, va más allá, de la mera satisfacción biológica de la necesidad.

En esta vertiente de descompletamiento que introduce el deseo en el ser humano, el propio significado de la palabra excentricidad, que aparece en lugar privilegiado en el título de nuestras jornadas, remite a rareza, anormalidad o extravagancia. Las excentricidad(es) del deseo apuntan a lo fuera de norma. ¿Cuáles son entonces algunas de las marcas, las trazas de las excentricidad(es) del deseo en psicoanálisis? Podemos partir de la consideración en el lenguaje técnico de la física o la geometría, donde lo excéntrico se define como distancia entre centro geométrico y centro de giro, o centro focal, respectivamente.

Es importante señalar también que el deseo se presenta, como decíamos, desde el enigma, solo atisbado, pero no-sabido, incluso aunque uno crea conocer sus aspiraciones personales. Esto suele causar en los sujetos interrogantes, extrañeza, división subjetiva, al verse desbordado en algunas situaciones, por lo que llamamos formaciones del inconsciente. Cuando hablamos de “no-sabido” nos referimos evidentemente a reprimido, esto es inconsciente, lo que no quiere decir extranjero al sujeto, sino más bien íntimamente implicado en el mundo subjetivo, aunque de manera desconocida, en una esfera distinta, aunque con efectos claros sobre la vida consciente. Por ello, decir “inconsciente” no significa que pueda ser acallado; igual que el agua en un mecanismo hidráulico se filtra por cualquier fisura, el deseo insiste. En la clínica podemos atestiguar, en muchos casos para mayor sufrimiento del paciente que trata de establecer defensas no exitosas mediante la culpa, la duda, que el deseo se muestra perseverante, desestabilizante, inextinguible, incurable, como si su insatisfacción fuera un motor que no descansa. El deseo apunta siempre a una infelicidad, mientras que del lado de la pulsión encontramos la satisfacción asegurada, aunque se trate de “una felicidad que no se conoce a sí misma”3.

Otra característica que destaca el psicoanálisis para su concepción del deseo es que está ligado a signos infantiles imperecederos, enraizado en vivencias infantiles, anudado incluso a condiciones previas a la venida del sujeto a este mundo. El deseo de cualquier sujeto es precedido por el deseo de sus padres, sea éste cual fuere, deseo independiente de todo intento de programación conyugal o planificación doméstica. Al sujeto le anteceden unas condiciones de demanda, de goce de los progenitores, en general, también un nombre, un lugar reservado en la dinámica de la pareja, en el orden de las generaciones… Hay un deseo anterior a él que lo capturará y que será sustento de su propio deseo. El deseo aparecerá siempre en relación al deseo del Otro que, en parte, lo preexiste. Deseo del Otro, con el juego de la ambigüedad de la preposición de: deseo de un Otro, deseo que es otro, deseo surgido en principio en el campo del Otro, en el inconsciente.

Como hemos apuntado, para el psicoanálisis, deseo es sinónimo también de falta, falta en ser, para Lacan. Una falta muy particular pues no tiene asignado un objeto concreto que la colme, sino más bien la referencia, la huella, de una satisfacción mítica, fantasmática, de reunión sujeto-objeto, que es una estela que se pierde en el horizonte. Hasta el propio Hobbes4 capta que cuando hablamos de deseo ello significa que el objeto apropiado está siempre ausente. Para el psicoanálisis la naturaleza del ser humano, por sus condiciones específicas de ser hablante, sexuado, mortal, es la de estar constituido y habitado indefinidamente por una falta, un desamparo estructural, el desfase entre la naturaleza innata de los animales y la construcción simbólica del orden humano al que adviene el recién nacido. Así, el deseo es, por antonomasia, deseo insatisfecho, por “naturaleza… humana”, si podemos expresarlo así, y no sólo por las supuestas dificultades o trabas que le puede poner la realidad a su realización.

El carácter excéntrico del deseo se refleja asimismo en su evolución conceptual continua en la enseñanza lacaniana, y sus implicaciones clínicas y para la política del psicoanálisis. Por ejemplo, ya desde el Seminario 4, Lacan incide en la necesidad de particularizar la solución edípica, que se descentra aún más a medida que avanza la investigación sobre la sexualidad femenina, que lo lleva a considerar una disimetría básica del falo como significante del deseo. En la vida amorosa de las mujeres suele producirse una convergencia de amor y de deseo en el mismo objeto, que, para los hombres, en cambio, muta en tendencia centrífuga, divergencia con relación al objeto de amor y de deseo. Así, en la Observación sobre el Informe de Daniel Lagache5 Lacan singulariza el deseo femenino de la función del fantasma en el hombre. El deseo masculino toma como modelo el deseo perverso, se sostiene sobre semblantes falicizados, y recoge el objeto a como objeto pulsional parcial, Φ (a). El deseo femenino, como avance de los desarrollos lacanianos posteriores sobre la sexualidad femenina, se escribe A tachado (φ), sin referencia directa al objeto pulsional. En el Seminario 19, Lacan6 recurre a Michaux para situar el excéntrico espacio femenino entre centro y ausencia:

“Su modo de presencia es entre centro y ausencia. Centro: es la función fálica, de la cual ella participa singularmente, debido a que el al menos uno que es su partenaire en el amor renuncia a la misma por ella, ese al menos uno que ella solo encuentra en estado de no ser más que pura existencia. Ausencia: es lo que le permite dejar de lado eso que hace que no participe de aquella, en la ausencia que no es menos goce por ser goceausencia”.

En ese trabajo en progreso podemos distinguir momentos diferenciados en los que el deseo va a estar referido fundamentalmente a alguno de los tres registros: imaginario, simbólico y real. Así, el fantasma representa la doble relación del deseo con la dimensión imaginaria, como sostén del deseo por la vía del narcisismo, y la dimensión simbólica, como escenario que alojará la construcción del mismo. Ya en la segunda mitad de la década de 1950, Lacan hace bascular la cuestión del deseo de reconocimiento, deseo de ser, a un deseo articulado al lenguaje, al deslizamiento metonímico, en torno a la función causa. A partir de los desarrollos sobre el fantasma y la pulsión, Lacan va a ir conformando la noción de goce. Deseo y goce responderán a los dos regímenes con los que Lacan configura el concepto freudiano de libido, que avanza a medida que la teoría integra el peso que el registro real tiene en la clínica, donde la repetición, la fijación pulsional, y su inercia disruptiva, dan toda la consistencia al síntoma. De ahí, J.-A. Miller evoca en la última enseñanza de Lacan, y en relación al final de análisis y al pase, una “nueva alianza con el goce”7 que facilite una relación inédita con el deseo, que pasa a considerarse entonces una forma de relación con el goce, vivificación que sustituya a la mortificación del robo del goce a hurtadillas.

Así, la extravagancia del deseo implica también de manera directa a la propia práctica del psicoanálisis. Lacan8 corrige la visión freudiana de la transferencia reducida a expresión del deseo del paciente, y matiza que se trata del encuentro de dos operadores: el deseo del paciente y también el del analista, que trabaja a la contra del deseo de felicidad y del no-querer saber sobre el objeto causa del primero. En la aproximación lacaniana, el deseo del analista se desvía del mero deseo de poder de las modalidades posfreudianas, para arribar a un deseo de obtener la “diferencia absoluta”9, la que resulta cuando el sujeto, confrontado al significante primordial, accede por primera vez a la posición de sujeción a éste. Deseo, por tanto, de saber; no tanto de tener un saber, sino de “saber operar convenientemente, es decir, que pueda darse cuenta de la pendiente de las palabras para su analizante, lo que incontestablemente ignora”10. Sicut palea, “saber ser” el desperdicio de la experiencia misma que es un psicoanálisis.

 

Referencias

  1. Miller, J.-A, El deseo de Lacan, Buenos Aires, Atuel, 1997, pág. 33.
  2. Lacan, J., El Seminario, libro 21: Les non dupes errent (Los no incautos yerran/Los nombres del padre), clase del 20 de noviembre de 1973. Inédito.
  3. Miller, J.-A., El deseo de Lacan, op. cit., pág. 32.
  4. Hobbes, T., Leviatán o la Materia, Forma y Poder de una República Eclesiástica y Civil (1651), Buenos Aires, FCE, 2003.
  5. Lacan, J., “Observación sobre el informe de Daniel Lagache: Psicoanálisis y estructura de la personalidad”, Escritos 2, México, Siglo XXI Editores, 1988, págs. 627-664.
  6. Lacan, J., El Seminario, libro 19: …o peor, Buenos Aires, Paidós, 2012, págs. 118-9.
  7. Miller, J.-A., Sutilezas analíticas, Buenos Aires, Paidós, 2011, pág. 232.
  8. Lacan, J., El Seminario, libro XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1987, pág. 281.
  9. Ibid., pág. 248.
  10. Lacan, J., El Seminario, libro 25: El momento de concluir, clase del 15 de noviembre de 1978. Inédito.

 

Manuel Montalbán Peregrín, ELP, Málaga.

 

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