Argumento

¿Se puede desear cuando todo está permitido?

¿Se puede desear cuando este derecho de cada uno no sólo se reconoce sino que se exige sea satisfecho? Y ante la invitación del “todo es posible”, ¿cómo saber verdaderamente lo que se desea, sin que lo posible se convierta en obligación?

El fenómeno Incel (Involuntario Celibato), donde lo que se considera el derecho de los hombres heterosexuales a tener relaciones con las mujeres se convierte en una obligación para ellas, muestra, en una siniestra caricatura, hasta dónde puede llegar la confusión contemporánea entre el derecho a desear y la imposición del deseo. Imposición que puede volverse contra el propio sujeto, si no distingue un deseo propio de lo que el discurso común invita a reivindicar, o confunde las condiciones de partida de un cuerpo con aquello que cada uno debe inventar a partir de ellas.

Freud separó con claridad el deseo de toda determinación biológica o referencia al instinto, regido por la lógica de la necesidad, solidario de un saber preestablecido sobre lo que conviene, y compartido universalmente por todos los individuos de la misma especie.

El deseo responde a la relación inextricable del llamado ser hablante con el lenguaje, a la relación con la ley simbólica que este último introduce en el mundo de la necesidad, desnaturalizándola irremisiblemente.

Por esa desnaturalización, el deseo humano no tiene un objeto predeterminado hacia el que dirigirse, es más, no se trata en él de la relación con un objeto, sino de una relación con la falta. La imposibilidad de decir, para cada uno, cuál es el objeto de su deseo funciona como causa de deseo: le empuja a hablar y a buscarlo a través de las marcas que dejó, en su caso, el encuentro con el goce en el cuerpo.

Este encuentro fortuito, imprevisto y singular es siempre del orden de un desencuentro, es decir, traumático en tanto es también un encuentro con un no-saber sobre ello. Esto da al goce, siempre y en cada encuentro, un carácter disruptivo, de rotura de toda homeostasis previa.

Lalengua, como modalidad singular de la lengua de cada uno, fija las coordenadas en que tuvo lugar dicho encuentro. Ellas cernirán y conformarán en adelante el objeto con el que el sujeto tendrá una relación privilegiada en el fantasma.

A través de este último, con la repetición, el sujeto buscará una y otra vez reencontrar las coordenadas significantes de aquel primer encuentro traumático, lo que dará lugar a una modalidad de satisfacción única. Entre deseo y goce, el fantasma permite imaginarizar estas marcas, construir un relato con ellas, proporcionando al sujeto el guión de su goce.

Es así como el sujeto encuentra una solución ante la falta de saber constitutiva. Es una solución singular, en tanto sólo funciona para él, y lo hace como un saber no sabido, es decir, inconsciente.

Esta solución revela la dualidad, la antítesis de la dimensión del deseo, que requiere la falta para ponerse en marcha y es excéntrico a toda satisfacción, respecto a la dimensión del goce que viene precisamente a obturar dicha falta con el objeto.

El declive creciente de todo lo que compete a la relación con la ley, el ideal y las funciones simbólicas en general, característico de nuestra época, tiene consecuencias en los modos contemporáneos de gozar, cada vez menos regulados por el fantasma y el deseo y más proclives a la actuación cuando no al pasaje al acto. El empuje a un goce sin mediación ni espera comporta una devaluación del deseo, que conlleva una desorientación del sujeto respecto a lo que quiere. De ahí que el sujeto busca experimentar una excitación continua como modo de salida a la apatía y desvitalización que marca la falta de deseo.

Por otro lado, el imperativo actual de satisfacción que viene de la cultura es acorde con este empuje del sujeto en relación a su goce. Hay afinidad entre las exigencias culturales de bienestar y felicidad continuadas, alentadas por la ciencia y las tecnologías, y la exigencia del goce de cada cual. El superyó moderno impregna el estilo hedonista de la época con un carácter adictivo y compulsivo. De ahí el impacto de la modernidad sobre los sujetos del siglo XXI que, al igual que las teorías neurobiológicas que reducen el deseo a una interacción química, viene a eliminar la dimensión deseante que le es consustancial.

Sin embargo, lo real insiste produciendo síntomas cada vez más variados: ordinarios o extraordinarios, sutiles, salvajes o invalidantes. En este panorama, la pregunta por el deseo conviene a cada uno: ¿Deseo lo que quiero? ¿Quiero lo que deseo?

El psicoanálisis con la brújula de lo real del inconsciente se orienta en la modernidad y en lo que ella nos enseña: los impasses de los sujetos, sus malestares y las nuevas soluciones que inventa.

Si el deseo hace una barrera al goce, el goce también es una defensa contra el deseo. No se trata de sostener esta dualidad como irreconciliable sino de apostar por un deseo que encuentre una manera de hacer con el goce.

Las próximas Jornadas de la ELP serán la ocasión de trabajar y avanzar sobre ello.

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