Adolescentes apáticos y sobreexcitados

Por José Ramón Ubieto

Un adolescente desliza ágilmente su dedo sobre la pantalla y me muestra un sinfín de imágenes donde aparece él, y a veces sus colegas, en posiciones inverosímiles. En algunas está subido a una grúa de una obra, en otras saltando con amigos en el trampolín de una piscina olímpica en horario nocturno o fumando porros en un parque. No es difícil darse cuenta, mientras las va pasando con indisimulada satisfacción, de que ese dar a ver busca también situar una perspectiva desde donde mirarse, un punto desde el cual presentarse como amable para el otro. Vino hace unos meses con un diagnóstico de TDAH que iba virando, peligrosamente según su madre, a un Trastorno de Conducta. La inicial desatención e impulsividad era ya un franco desafío y una confrontación con los adultos, en casa y en la escuela. Y además había habido una primera detención policial por posesión de drogas. La madre, con la que vive tras una separación tormentosa hace ya unos años, lo presenta como un chico cariñoso, pero cada vez más rebelde y con una gran necesidad, dice, de excitarse continuamente con todo tipo de estímulos. “Nunca para, lo quiere todo ya y lo estruja intensamente”. Él, en cambio, me explica cómo su vida oscila entre esos momentos maníacos y los previos al sueño, donde no lo queda otra que fumarse uno o dos porros para calmar la angustia que le invade antes de dormir. Apenas sabe nada del padre y quiere sacarse los estudios, como le pide la madre, pero no acaba de encontrar la calma necesaria. La apatía se le impone. La sobreexcitación de Roberto, al igual que sus estados de angustia y su desgana, tienen sus causas particulares, como las de cada uno, pero no son ajenas a la sociedad del rendimiento en la que vive y donde la maximización de goce y la reducción de las pérdidas es el GPS básico: producir, consumir y gozar sin límites. Hoy ya no se trata tanto de proyectar los ideales de superación en los hijos, sino de someterlos a un imperativo de goce, a una satisfacción non stop, la misma a la que nosotros nos sometemos y que conecta de lleno con los objetos de consumo. Esta lógica híper y acelerada se opone a la lentitud de la infancia y la adolescencia, tiempo para explorar, curiosear, aburrirse y ¿por qué no? fracasar. Tiempo para comprender y situar la salida de la infancia. La confrontación de estas dos lógicas se traduce en una intrusión del adulto por la vía del goce, que los quiere emprendedores, conectados, sexualizados, arriesgados y a la vez hiperpautados. Hoy más que nunca niños y adolescentes están vigilados permanentemente, bajo un control higienista y biopolítico que persigue su “bienestar”. Sus consecuencias no pasan ya desapercibidas. Por un lado, la satisfacción narcisista que experimentamos al ver cómo realizan nuestros anhelos y lo hacen, además, con déficit cero. Ese es el lado adaptativo de lo híper. Por otro, el horror por el retorno del lado más oscuro que implica esa híper exigencia y esa híper vigilancia1, que muestra también algo del apetito voraz del ojo al que se refería Lacan, que nunca tiene suficiente con lo que ve2. Ese goce de verlos siempre y a todas horas, del sadismo del control, produce lo que Eric Laurent nombró como una crisis del control de la infancia3. Es decir, un conjunto de síntomas por el que se cuela la singularidad y la voz de cada niño o niña, si la sabemos escuchar: violencias (acoso, autolesiones, suicidio), abusos (pornografía, adicciones), conductas perturbadoras (TDAH, TOD), inhibiciones de saber, aislamientos voluntarios. Todos los procedimientos de etiquetado, clasificación y medicalización, pensados para taponar el real que emerge, no consiguen estabilizar ese humor variable que estalla, sea de manera espectacular o discreta, en los acting-outs y los pasajes al acto. Pero junto a estas soluciones, más o menos fallidas, encontramos también el recurso a la creación, las invenciones que toman el objeto como una causa para cernir algo de ese real ingobernable. Los jóvenes son creadores por naturaleza. Pero no por naturaleza biológica o genética, sino pulsional. El cuerpo púber ya no es el cuerpo hablado y cuidado por los otros. Ahora es un cuerpo que habla, grita y su enigma lo hace inquietante porque la lengua familiar, la que recibimos y adoptamos, se muestra insuficiente y poco adecuada para decir de manera auténtica lo que experimentan en el cuerpo. Los jóvenes quedan así exiliados de esa lengua del otro y al mismo tiempo exiliados de su propia satisfacción, que les resulta extraña, apremiante y huidiza4. El cuerpo es ahora el nuevo partenaire del adolescente que se emociona y trata de manipularlo para calmarlo, cuando le agobia demasiado. Esa manipulación admite hoy muchas variantes, desde el piercing hasta el tatuaje, pasando por formas más extremas como los cortes o escoriaciones en la piel. También ese cuerpo puede envolverse y marcarse como mandan los cánones de la moda. Incluso puede muscularse, adelgazarse u ofrecerse al otro para su satisfacción. El recurso a los tóxicos, medicamentos o drogas, es también habitual. Un estudio del Plan Nacional sobre Drogas revela que en el 2017 uno de cada seis adolescentes calmó sus tensiones -ante un examen o una ruptura sentimental- tomando benzodiacepinas5. Es la primera vez que estos tranquilizantes superan al alcohol y al tabaco como droga de inicio entre los jóvenes. Y el reciente barómetro de la FAD sobre jóvenes señala que el 58 por ciento de ellos se automedica6. En todos los casos se ve cómo las palabras no terminan de dar una significación a esa novedad que experimentan, y por ello la acción es inevitable. Haruki Murakami, en Tokio Blues, es sensible al clivaje que supone la alteridad del cuerpo7:

 

“No puedo hablar bien. Me pasa desde hace un tiempo. Cuando intento decir algo, solo se me ocurren palabras que no vienen a cuento o que expresan todo lo contrario de lo que quiero decir. Y si intento corregirlas, me lío aún más, y más equivocadas son las palabras, y al final acabo por no saber qué quería decir al principio. Es como si tuviera el cuerpo dividido por la mitad y las dos partes estuvieran jugando al corre que te pillo. En medio hay una gruesa columna y van dando vueltas a su alrededor jugando al corre que te pillo. Siempre que una parte de mí encuentra la palabra adecuada, la otra parte no puede alcanzarla …esto nos sucede a todos, le responde él”8.

En este pasaje adolescente surgen los impasses ante ese real que introduce la pubertad. Es allí donde surgen también las tentaciones de manipular el cuerpo del otro bajo formas diversas: ninguneo, agresión, exclusión, injuria para poner a resguardo el suyo. El acoso que ellos sienten lo proyectan en el acosado, que se convierte en el chivo expiatorio9. La metáfora que Freud utilizo para describir el impasse adolescente, en el que hay que cavar dos salidas de un túnel, plasma muy bien ese trabajo con el saber y el goce. Salir de la infancia es encontrar una perspectiva que haga posible el presentimiento de hacerse mayor, pero también habitar su cuerpo, asumir subjetivamente, uno por uno, su condición sexual. Eso no siempre es fácil porque los temores a enfrentar ese real sexual, muchas veces los llevan al parasitismo de los objetos (gadgets, medicación, tóxicos), la apatía y la inhibición (del acto y del pensamiento) o incluso, como decíamos, los pasajes al acto y las violencias. En este trabajo de “hacerse un cuerpo” es donde encontramos la fuente pulsional más poderosa de la creación, y de eso que llamamos identidad que no es sino la ilusión de “ser alguien”. Una adolescente de 15 años, y con una estética EMO muy clara, viene a verme porque no puede evitar autolesionarse. Esta elección particular de pertenecer a los EMO, cumple para ella una función importante. Le ayuda a nombrar algo de su angustia en este momento del encuentro traumático con su ser sexuado. Es un recurso imaginario y simbólico transitorio, que la aloja en una “tribu” (ella, que está un poco huérfana) y le permite hacerse a una forma de joven, diferente a la horma que traía como niña, y de esta forma envolver su cuerpo y protegerse. Esto le aporta un semblante fálico de poder hacer, venciendo su apatía, lo que en otras condiciones no puede o no se atreve, por la alienación que hay a la mirada materna, muy presente para ella. Esta “creación” la podemos entender como una modalidad identificatoria que se convierte en una especie de salvavidas en la entrada de la adolescencia. “Ser una EMO” le ayuda aunque no logra con ella adquirir un estatuto de nominación. Es a causa de esta fragilidad que explica que desde hace un año se corta casi a diario en manos y piernas. “Es como una adicción que me alivia de la angustia. Es como si desapareciese todo y pudiera desconectarme. Me da miedo porque no siento el dolor y podría hacerme daño”. Esas autolesiones son también el límite de la creación de su personaje EMO. En la conversación que mantenemos, su angustia se va apaciguando al tiempo que inventa otras creaciones ligadas al dibujo y a la imagen fotográfica. Yo le animo a seguir con su afición al dibujo para el cual tiene un gran talento. Dibuja mascaras de mujeres jóvenes con semblante triste y acompañadas de algún lema como “Sálvame y guárdame”, restos de la religión de sus abuelos. Además maquilla a la madre y a amigas, y ensaya en sus dibujos ese rostro melancólico, pero de una gran belleza artística. Recientemente ha añadido otra afición: pasea por bosques solitarios recortando, con su cámara fotográfica, imágenes que, como dice ella, enmarcan el vacío y la soledad. Es a partir de sus producciones que vamos historizando algo de eso que antes solo se escribía en el cuerpo y que le permite otra manera de inscribirse en el otro y metaforizar algo de su padecimiento. Ya no se trata de llevar la mirada del otro sobre su herida corporal, sino de desplazarla al objeto cuadro o foto, donde el goce de mirar no compromete su cuerpo de la misma manera. Ella puede quedar separada de esa producción. Ella nos enseña, con sus invenciones particulares, cómo tratar lo pulsional, resorte de cualquier creación, sin perderse en el abismo de lo híper como “solución” de época.

 
Notas:

  1. Ilustrativo el primer capítulo de la nueva temporada (T4) de la serie Black Mirror, titulado “Arkangel”.
  2. Lacan, J., El Seminario, libro 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, p. 122.
  3. Laurent, É., “El psicoanálisis y la crisis del control de la infancia”, El Caldero de la Escuela, Publicación de la EOL, n° 20, Buenos Aires, Grama, 2013, pp. 2-8.
  4. Lacadée, Ph., El despertar y el exilio, Barcelona, Gredos, 2010.
  5. http://www.pnsd.msssi.gob.es/profesionales/sistemasInformacion/informesEstadisticas/pdf/2017OEDA-INFORME.pdf
  6. https://www.fad.es/
  7. Lacan, J., El Seminario, libro 14: La lógica del fantasma (1966-67). Inédito. Clase del 10 de mayo de 1967.
  8. Murakami, H., Tokio Blues, Barcelona: Tusquets, 2005, p. 34.
  9. Ubieto, J. R. (ed.) Bullying. Una falsa salida para los adolescentes, Barcelona, Ned, 2016.

 

José Ramón Ubieto, ELP, Barcelona.

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